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Archive for the ‘Incisos’ Category

Breverdades del amor

Ama hasta que te duela:

sólo el que ama está a salvo.

***

Cuando habla el amor

sobran las palabras.

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Poesía

 poesia
Nunca olvides cuando un poema te liberó del yugo del mundo y sus miserias, y te elevó sobre las nubes en esa frágil cadencia del aire.
«La poesía está antes del principio del hombre y después del fin del hombre. Ella es el lenguaje del Paraíso y el lenguaje del Juicio Final, ella ordeña las ubres de la eternidad, ella es tangible como el tabú del cielo.»
Vicente Huidobro

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98
La justicia no entiende de leyes.
El dolor se cura con sobredosis de píldoras de tiempo.
La rabia es el antidoto contra la desesperanza.
Tener solo esperanza es la garantía de la inaccion.
El amor lo soporta todo menos el sometimiento.
La libertad es una utopía.
La bondad no es nada rentable pero da dividendos al corazón.
El amor con amor se paga.
El que odia se destruye a sí mismo.

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Brevísimo

Quizás no pueda bajarte la luna
pero puedo subirte a ella

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maletalibros

En mi vida he pasado por muchas mudanzas. Unas han sido particularmente difíciles por todo lo que conlleva cargar una vida en forma de objetos y trasladarla a otro lugar. Simplemente es complicado por su envergadura y porque suele llevar implícito muchos significados que pueden o no ser buenos. En mi caso siempre han sido buenos y gratificantes. Por supuesto, en una mudanza se aprende a discernir entre todo lo que se tiene, aquello que realmente nos es imprescindible y quizás en esa tesitura nos vayamos dando cuenta de muchos aspectos que se reflejan en lo que tenemos que trasladar.

El propio acto de escribir es como hacer una mudanza: trasladas lo que tienes dentro al mundo exterior y los muebles y enseres son las palabras que cobran vida propia al unirse, reflejando una parte del mundo, de tu mundo. Siempre que se hace una mudanza se cambia de escenario, se vive como una nueva ocasión para comenzar algo distinto, para canalizar vivencias y hacer una catarsis de lo que hasta ese momento se ha vivido, tal como hacemos al escribir. Vamos puliendo el texto, seleccionando lo esencial y dando su ubicación correcta a todo lo escrito. Construimos el nuevo hogar de nuestros pensamientos, emociones y sentimientos para, de esta forma, lograr ponerlo todo en su sitio.

Con la mudanza de nuestras cosas a un nuevo hogar, nos desprendemos de lo innecesario y nos quedamos con lo esencial, realizamos una tarea de limpieza y nos damos cuenta de cuán difícil es a veces deshacerse de lo inservible, lo inútil o lo que ya no necesitamos para comenzar de nuevo. Es un poco la metáfora que quizás nos ayude en la propia existencia para mejorarla si nos damos cuenta de que los recuerdos se quedan en el corazón y no en los objetos. Superamos lo que queda y damos posibilidades nuevas a nuestro nuevo hogar.

Encontramos viejos recuerdos olvidados en algún cajón, una parte de nuestra vida que yacía dormida en alguna fotografía o determinados objetos que nos traen el pasado al presente. Siempre es revelador volver a repasar la vida, lo escrito, lo material y ver cómo se imbrica en nuestras emociones sin que apenas nos hayamos dado cuenta. Eso nos permite revivir experiencias buenas que han pasado y superar otras que no lo son. Pasar página, dejar en el corazón lo bueno y poder seguir con nuestra propia vida sin mirar atrás.

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Los hospitales son los custodios de los acontecimientos que nos identifican en nuestras flaquezas y grandezas.

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El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.

El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

Eduardo Galeano. Libro de los abrazos.

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Eneida

A veces, los dioses remueven el Universo
la estrellas se quedan quietas y a su alrededor
todo es caos, y mil tempestades
se desatan sobre la tierra y el mar

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mar

Y los vientos como en escuadrón cerrado, se precipitaron por la puerta que les ofrece, y levantan con sus remolinos nubes de polvo. Cerraron de tropel con el mar, y lo revolvieron hasta sus más hondos abismos el Euro, el Noto y el Abrego, preñado de tempestades, arrastrando a las costas enormes oleadas. Síguese a esto el clamoreo de los hombres y el rechinar de las jarcias. De pronto las nubes roban el cielo y la luz a la vista de los Teucros; negra noche cubre el mar. Truenan los polos y resplandece el éter con frecuentes relámpagos; todo amenaza a los navegantes con una muerte segura. Afloja entonces de repente el frío los miembros de Eneas; gime, y tendiendo a los astros ambas palmas, prorrumpe en estos clamores «¡Oh, tres y cuatro veces venturosos, aquellos quienes cupo en suerte morir a la vista de sus padres bajo las altas murallas de Troya! ¡Oh, hijo de Tideo, el más fuerte del linaje de los Dánaos! ¿No me valiera más el haber sucumbido en los campos de Ilión, y entregado esta alma al golpe de tu diestra, allí donde Héctor yace traspasado por la lanza de Aquiles, donde yace también el corpulento Sarpedonte, donde arrastra el Simois bajo sus ondas tantos escudos arrebatados y tantos yelmos y tantos fuertes cuerpos de guerreros?». Mientras así exclamaba, la tempestad, rechinante con el vendaval, embiste la vela y levanta las olas hasta el firmamento. Pártense los remos, vuélvese con esto la proa, y ofrece el costado al empuje de las olas; un escarpado monte de agua se desploma de pronto sobre el bajel. Unos quedan suspendidos en la cima de las olas, que, abriéndose, les descubren el fondo del mar, cuyas arenas arden en furioso remolino. A tres naves impele el Noto contra unos escollos ocultos debajo de las aguas, y que forman como una inmensa espalda en la superficie del mar, a que llaman «Aras» los Italos; a otras tres arrastra el Euro desde la alta mar a los estrechos y las sirtes del fondo, ¡miserando espectáculo!, y las encalla entre bajíos y las rodea con un banco de arena. A la vista de Eneas, una enorme oleada se desploma en la popa de la nave que llevaba los Licios y al fiel Oronte; ábrese, y el piloto cae de cabeza en el mar; tres veces las olas voltean la nave, girando en su derredor ; hasta que al fin se la traga un rápido torbellino. Vense algunos pocos nadando por el inmenso piélago, armas de guerreros, tablones y preseas troyanas. Ceden ya al temporal, vencidas, la pujante nave de Ilioneo, la del fuerte Acates y las que montan Abante y el anciano Aletes; todas reciben al enemigo mar por las flojas junturas de sus costados, y se rajan por todas partes.
Entretanto, Neptuno advierte que anda revuelto el mar con gran murmullo, ve la tempestad desatada y las aguas que rebotan desde los más hondos abismos, con lo que gravemente conmovido y mirando a lo alto, sacó la serena cabeza por cima de las olas, y contempló la armada de Eneas esparcida por todo el mar, y a los troyanos acosados en la tempestad y por el estrago del cielo. No se ocultaron al hermano de Juno los engaños y las iras de ésta, y llamando a sí al Euro y al Céfiro, les habla de esta manera: «¿Tal soberbia os infunde vuestro linaje ? ¿Ya, ¡oh vientos!, osáis, sin contar con mi numen, mezclar el cielo con la tierra y levantar tamañas moles? Yo os juro… Mas antes importa sosegar las alborotadas olas; luego me pagaréis el desacato con sin igual castigo. Huid de aquí, y decid a vuestro rey que no a él sino a mí dio la suerte el imperio del mar y el fiero tridente. El domina en su ásperos riscos, morada tuya ¡oh, Euro! Blasone Eolo en aquella mansión como señor, y reine en la cerrada cárcel de los vientos». Dice, y aun antes de concluir, aplaca las hinchadas olas, ahuyenta las apiñadas nubes y descubre de nuevo el sol; Cimotoe y Tritón desencallan las naves de entre los agudos escollos; el mismo dios las levanta con su tridente y descubre los grandes bajíos, y sosiega la mar, y con las ligeras ruedas de su carro se desliza por la superficie de las olas.

Virgilio
(La Eneida. Primer libro. Eolo desata los vientos sobre Eneas)

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Storm

La música nos hace escuchar el alma.

Storm

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Pero en el momento en que, rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida, me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaran un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión. La felicidad que acababa de sentir era, en efecto, la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces. La diferencia, puramente material, radicaba en las imágenes evocadas; un azur profundo me embriagaba los ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbradora, giraban junto a mí y, en mi deseo de apresarlas, sin atreverme a moverme, como cuando saboreaba la magdalena intentando captar de nuevo lo que me recordaba, seguía titubeando, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, como hacía un momento, un pie sobre la losa más alta, otro sobre la losa más baja. Cada vez que daba sólo materialmente este mismo paso, resultaba inútil; pero si, olvidando la fiesta de Guermantes, lograba revivir lo que había sentido al posar así los pies, de nuevo me rozaba la visión deslumbrante e indistinta, como diciéndome: «Cógeme al paso si eres capaz de ello y procura resolver el enigma de felicidad que te propongo». Y casi inmediatamente la reconocí: era Venecia, de la que nada me habían dicho nunca mis esfuerzos por describirla y las supuestas instantáneas tomadas por mi memoria, y ahora me la devolvía la sensación experimentada tiempo atrás en dos losas desiguales del bautisterio de San Marcos, con todas las demás sensaciones unidas aquel día a esta sensación y que habían permanecido en la espera, en su lugar, en la serie de los días olvidados, de donde las hizo salir imperiosamente un brusco azar. De la misma manera el sabor de la pequeña magdalena me recordó Combray. Mas ¿por qué, en uno y en otro momento, las imágenes de Combray y de Venecia me dieron un goce parecido a una certidumbre y suficiente, sin más pruebas, para que la muerte no me importara?

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